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¡Papá!
¡Has vuelto!
¡Qué alegría, querido Papá!
¿Por dónde has estado?
Estoy muy cansado, hijita mía,
déjame sentarme y te lo contaré.
¡Oh, Papacito!, y yo me acurrucaré en tus rodillas.
¡Qué amorosas son tus mejillas!
El tiempo no ha pasado para ti.
No creas, hija mía. El tiempo es mi amigo y mi peor enemigo.
Del tiempo he aprendido lo mejor de la vida.
Me dieron mucho cariño,
me obsequiaron besos apasionados,
he cosechado caricias tiernas
y he sorbido mieles en labios queridos.
Abrí los candados que encerraban de amor sus torrentes.
Deshojé margaritas alegres
en los dedos suaves de mujeres tristes.
Solté las amarras de cientos de barcos con timones rotos.
Le canté a la luna quiméricas notas de imposible sueño.
Transpuse fronteras con el estandarte
gallardo y altivo de mi soledad.
Me ofrecieron camas
con sábanas blancas bordadas de inciensos.
Juraron amarme en la inmensa promesa que nunca se ve.
Me dijeron “te amo, mi niño adorado”,
y me dieron frutas maduras de azul.
Papá, ¿estás triste? ¿Lo has perdido todo?
No, hijita querida. No he perdido nada.
Pásame tu frente, te daré otro beso y te contaré.
Aprendí del tiempo la maldad oscura,
la mentira infame y hasta la traición.
Los falsos arrullos, el desprecio impío,
las manos que sangran por el pan de Dios.
Me arrasaron vientos, tormentas y lluvias,
y en cada caída me he alzado por vez.
No quiero contarte, hijita de mi alma,
la vasta miseria que he visto existir.
Mejor, si olvidamos todas las penurias,
y alzamos al cielo nuestra bendición.
Hay tantos que sufren, que lloran y mueren,
sólo porque falta fe y comprensión.
Papá, estás llorando?
Si, hijita mía. Las lágrimas no siempre son de dolor.
Estás echada en mis rodillas.
Me acaricias las arrugadas mejillas.
Sólo porque he vuelto, sólo por amor.