EL ROSENDO
Rosendo Artimez Ibarburu, cabalga por esas pampas
Cabeza en alto, pecho abierto,
En el rostro la marca profunda de los inviernos, de todos los vientos
Atrás quedaron los montes, los ríos caudalosos, abrumadores,
Rendidos ante su constancia y valor
Sin norte, ni sur se colgaba del abrazo del camino
El y su Moro amigo, compañero de los días y las noches.
Aunque no tenía treinta años, las penas lo envejecieron
Y sin más que un atado de trapos, se largó por el mundo.
Extraño destino el suyo, andar y desandar,
Buscando lo que nunca habría de encontrar
Un techo de ramas y hojas, acunaron el pensamiento
Y comer muy poco, se volvió una costumbre, tanto como el ocio.
Cualquier espacio era bueno para un alto en la noche
Y embelesado dormía mirando las estrellas del cielo
Preguntando si alguna era para él, quizás pudiera soñar,
Imaginar una tapera, aunque fuera, por hogar
Las penas del Rosendo, eran como las piedras de las montañas
Ni Dios lo escuchaba, tal vez no tenía tiempo y quedó su voz callada
Si poseía heridas, solitas se curaban
Y su sangre quedaba, sembrada en los pastizales
Ni la dama de la guadaña le haría perder la hombría
Dicen que fue un gran amor quien lo llevó a este destino.
Quiso y no lo quisieron, a los mejor por pobre y poco instruido
Cualquiera de las dos razones era causas valederas
Pero ahora tenía un libro con muchas hojas
que la vida le entregó.
Señales y cicatrices no lo hicieron hombre docto
Pero conciente aprendió a vivir siempre de a poco.
Teresa Ternavasio
27/04/2011