Y los templos se derrumbaron, no quedando uno solo en pie sobre la faz de la tierra.
Las multitudes, apenas más de un centenar, pues eran todos aquellos que aún quedaban, oraban desconsoladas sobre las ruinas sagradas. Imploraban tristes y desesperados al dios que yacía enterrado bajo los santos escombros, el dios de sus padres y de sus abuelos.
Rezos y lamentos entremezclados clamaban, en diversas lenguas y dialectos, por su poderoso dios, el de los ejércitos, aquel de muchos nombres, amo y señor de las religiones y de los textos sagrados, ahora difunto, según dijeron sus profetas en los libros, por su propia ira.