I
“En un lugar de la Mancha
de cuyo nombre no quiero acordarme…”
-reza con pluma fina
el ya mítico Cervantes-
con frases que quisieron
como una espada en mi ser clavarse,
dando paso a la imaginación
y a los cantos de los juglares.
Así, después de varios calendarios
y reflexiones en las tardes
capturó mi mente una curiosa visión
que hoy quisiera relatarles...
II
Soñaba con mis ojos abiertos
mientras mi ser navegaba
en una leyenda de Bécquer
que entre caballeros andaba.
Súbitamente, me vi trasladado
a los tiempos medievales,
con sus feudos, sus castillos
y adornadas catedrales,
embellecidas por las doncellas
galanteadas en los parajes.
Entre los toques de campanas
y el cantar de los juglares
que se movían con sus palabras,
había uno, que al impresionarse
con el regreso de los caballeros
de sus andanzas en suelos orientales,
compuso con su laúd y con su musa
una oda, que quiso en mí anidarse:
III
“Con su escudo y su corcel,
con su alma y con su yelmo,
con su armadura plateada
hoy regresa un caballero.
Viene en lenta cabalgata,
y con su pendón bien enhiesto.
Un poco más atrás, cansado
le acompaña su escudero,
testigo de las peripecias
y andanzas del caballero.
La espada quedó guardada
y el corazón descubierto.
Tras la nube que se queda
en el camino polvoriento
una multitud de niños
extasiada lo está siguiendo.
Sueñan con tierras lejanas
repletas de misterios,
que con sus nombres extraños
los invitan a ser caballeros,
personajes de mil historias,
mil poemas y mil cuentos.
Las espadas de juguete
dejan en el silencio
a los imaginarios enemigos
que ellos están combatiendo.
Mi amigo el juglar escucha
otros cantos y otros versos.
Con sus ojos parece decir
que hablará de sentimientos,
de esos que no se captan
a menos que haya fuego
en lo profundo del corazón,
a menos que estén atentos
los ojos para separar
el bullicio del silencio.
Muchos lo ven y se extasían
entre los gritos del recibimiento
por las victorias obtenidas
en las tierras del Maestro.
Mas ellos desconocen
la procesión de adentro,
que solamente es sentida
por quienes pelean por un anhelo.
Muchas noches, muchos soles
lleva a cuestas, y poco sueño.
Pero acerca del corazón
hay demasiados secretos.
Sus emociones están cargadas
de ansiedades y recuerdos.
Vienen a él la guerra,
las mezquitas, los muertos,
los turbantes, la espada enrojecida
y los niños indefensos.
Todo ello lo desgasta
y lo sume en abatimiento.
¡Saber que tantos inocentes
la espada dejó en silencio!
Su mente divaga en esas tierras
desconocidas hacía poco tiempo.
Al mirar la cruz dorada
que cuelga sobre su pecho,
sus ojos negros se iluminan
y toma fuerza su aliento.
Han pisado sus pies la Tierra Santa,
las arenas donde el Maestro
caminó hablando verdades
y carne se hizo el Divino Verbo.
Un extraño y profundo calor
inunda sus sentimientos,
al recordar que con pasión
libró esa tierra del sarraceno.
Y llora por las perversidades
que en el nombre de los cielos
cometieron las infames
imitaciones de caballeros.
Muchos murieron en la guerra
y en el olvido los hunde el tiempo.
Pero a éste que regresa
las doncellas ofrecen sus besos,
los juglares sus poemas
y los curas sus padres nuestros.
Su nombre está inmortalizado…
pero él lleva una ilusión adentro,
que para él tiene más valor
que la inmortalidad de los versos.
Grande ha sido su martirio
al ver a sus amigos muertos.
Pero su secreta ilusión lo sostuvo
cuando casi muere por dentro.
Por amor a su Cristo
y a la dueña de sus sueños
luchó para no morir
a pesar de la distancia y el tiempo,
sanando sus heridas
a punta de aquellos besos
de la doncella que le esperaba
clavando mil padres nuestros
en los registros de los clamores
que se llevan en los cielos.
Por eso, apura su galope
y deja atrás a su escudero,
conocedor de las ilusiones
de este noble caballero.
Sube y cruza veloz la colina
mientras su alma se hace fuego.
Ya no le importa la guerra,
ya no le duelen tanto los muertos.
Solo importan la fe en su Cristo
que le libró de los tormentos,
y el amor profundo y ardiente
de la mujer de sus sueños.
Por eso desciende del caballo,
ya que ahora importa el tiempo.
Lejos del imponente castillo
y cerca de un hogar modesto,
despojado de su armadura
se hace hombre el caballero.
Con los ojos fijos hacia arriba
agradece al Señor su regreso
y corre, corre apasionado
para hallar unos ojos negros
y besar unos suaves labios
que juraron un pacto eterno.
Cinco años de cruzada,
cinco años de sufrimiento,
cinco de llorar las tragedias
de los inocentes muertos,
cinco años lejos del hogar,
cinco años sin sus besos,
cinco años para poder decir:
-Mi amor… por fin he vuelto-”