Sin sueño robusto, un terremoto en tuétano.
Los quince años de sueño moral, de orejas con muertes de sonidos.
Yo era un asesino del ruido y sigo siendo asesino de sangre.
Yo tengo un velero en diente de mis ojos
Donde muerdo a una vieja con piel ancha y dura.
Todo mi ánimo de hueso es un cementerio
Donde manan muertos de orillas de toros con piel negra mojada,
donde mana su voz de azul, que quise pintar un día en mis lluvias de la acuarela. Y todo su rostro de humor grande ya no cabe en lienzo.
Él era un blanco, un labio que besaba luz en las azoteas de mis cabellos.
Ahora no está en el pincel de vello de venado sino en el desagüe,
en ría de mi saliva, convulsionando la áspera salida y no yéndose sino hiriendo.
Tanto puede la baba como el llanto pero puede más el desierto.
Hay un tibio que dice que la muerte es una ilustración que padece su elogio pero que lleva lógica de rendija.
Amor de ti, amor de nunca, amor de antes y después, amor de mí, de un oculto beso en la garganta y de un oculto desnudo en la memoria.
Ser menos es ser víctima de amor, de amor, de amor que no se puede, de aldea sin plantas, de flor de sol, de amor, de amor que no se puede.
Sollozo que no se puede mi boca, que no se puede mi frente, que no se pueden mis manos, que no se pueden mis pies; en una olla que no coce, en un concreto que no mata. Yo no me puedo. Entrever al después para herirme desde mañana, porque miento al cuerpo su grande fuerza de hocico y pienso en el silencio con el milagro de haberte conocido desde nunca.