Alcides Caballero

Reiko

En una elegante sala de cine, siendo un estudiante universitario, la conocí. En la semioscuridad, era como un lucero luminoso rechazando, una y otra vez a jóvenes conquistadores que deseaban sentarse a su lado.

 

Armándome de valor, me acerqué.

-¿Está ocupado ese asiento?

-No, puedes sentarte, -respondió con la sonrisa mas bella que pueda imaginarse.

 

Un aroma exquisito emanaba de ella, y su amabilidad incomparable hizo mella en mi ánimo juvenil.

-Mi nombre es Reiko, soy descendiente de japoneses…

 

Algo maravilloso sucedió porque ni vimos la película, conversando como si fuésemos dos viejos enamorados. Un tierno cariño nacía entre aquella florcita japonesa y yo, tanto que, al terminar la función, un  chofer, uniformado, llevándole dos bastones de aluminio le ayudó a incorporarse. !Era inválida!...-Me hablas por favor- Me dijo entregándome una tarjetita.

 

 

Impresionado, le acompañé a la salida, algo grande y hermoso me impelía hacia ella. Más  tarde  supe que adolecía de  leucemia, una de sus formas letales.

Aun tengo en mi memoria la imagen de su  familia y hogar, que, pese a ser adinerados, eran gente muy culta y sencilla, lo noté desde el primer día que visité su casa, cuanta sobriedad, elegancia, el aroma del sándalo y la suave música clásica que venía de algún lugar. Era un  mundo distinto para mi, haciéndome sentir un tanto cohibido cuando una jovencita uniformada, sonriente, me invitó a esperar en la lujosa sala.

 

  ¿Es bella la música de Mendelshon, verdad?, soy Miyako, la madre de Reiko, ella me ha hablado mucho de usted y nos honra con su visita… Aquella dama de refinados modales y exquisita sonrisa me hizo sentir incómodo al decirme que su hija sabía escoger a un amigo y que se sentía orgullosa de haberme conocido.

 

Pasaba horas en la mansión de aquellos  millonarios japoneses quienes me abrieron su corazón mostrándome que la humildad es  la mas grandiosa virtud que ennoblece a todo ser humano.

El delicioso cariño de aquella muchacha y su familia  llenó por completo mi vida por un tiempo, lástima que, siempre aparecía, como un ominoso fantasma, la fatalidad  del futuro.

 

En ningún momento, la enorme fortuna  y mi pobreza se interpusieron en aquel purísimo y embriagador afecto que tanto bien me hizo.

Aquel amor de estudiante había durado más de un año; una tarde de Abril, al llegar a casa de mi amada, me recibió su madre, con la sempiterna y amable sonrisa. Con serenidad, me señaló un ánfora para cenizas mortuorias  diciéndome que Reiko había muerto hacía cinco días. Quedé atónito; y, sin saber que decir tomé la vasija y abrazándole con ternura,  le di suavemente  un beso al tiempo que  la buena señora me tomaba  de la mano invitándome a que me sentara a su lado.

 

“El amor excelente, hijo, es maravilloso y bueno como eterno, porque va mas allá de la muerte con la pureza y generosidad  con que Dios lo creó. No permitas que tu ánimo se conturbe o aflija porque seguramente, el alma de mi hija se encontrará  alguna vez con la tuya para que juntos desarrollen las labores trascendentes que en lo alto, dispone quien todo lo crea, vive con  la seguridad de haber plantado en los campos del paraíso, una semilla divina que, nutrida por la esencia del bien, dará frutos con los que alguna vez te deleitarás junto a mi niña que en ningún momento te olvidó. –”Habla con él-Me dijo antes de morir- dile que no sufra mi ausencia porque cada segundo  estaré acompañándole”.

 

Todos mis antepasados, mi esposo y yo, te rendimos un homenaje de gratitud por lo generoso que has sido permitiéndonos reposar  en un rinconcito de tu alma. Dichosa la mujer que trajo  al mundo  un varón como tu, y el  hombre que con su amor le dio tal regalo sublime. Ven siempre y conforta nuestros  corazones solitarios con tu alegría y el optimismo con el que hiciste posible un poco mas de vida a nuestra amada hija”.

 

Seguí visitándoles por un tiempo encontrando en aquella sabiduría, la paz que tanto anhelaba  hasta que  fui llevado a otros lugares lejanos para cumplir con mis deberes para con la humanidad. Hoy, cuarenta años después, cuando mi mente me lleva por ese pasado hermoso, aun siento el aroma  y la grandeza de la humildad en la imagen de mi japonesita. ¿La volveré a ver? No sé, Solo doy gracias a Dios por haberle conocido.