En este ir y venir
de cosas sin verso, de miradas sin estío y luciérnagas rotas… Encontré una sonrisa de pequeña mueca, una mirada transparente bajo pobladas cejas y unas manos guiando los compases de unas notas... Bajo la encrucijada alborada de los que se aman en sombras. Y frente a mí, casi rozando mi persona, a sólo un palmo de mi cabeza, pude ver resurgir el ángel que salía de su boca. Y al desplegar de sus alas, sentí su arrullo copando mi calma, pinzando mis carnes que, a duras penas, sujetaban mi alma… Y me prendí de él, al instante, en los perfiles de sus alas, aprendiendo a quererle tanto... Tanto, como a odiar el destino de pasadas estrofas, por aliarse a mis vestidos en el devenir de mis ropas; bordándose en mi vida con puntadas sordas… Pero él... Él me enseñó a olvidar; al mezclarme con sus sombras. Y de tanto y tanto quererle, necesité mirarle a solas bajo la espesura de las hojas de aligustres y rosales que arropaban su persona… Y de tanto y tanto mirarle, aprendí a escucharle, a leer en sus notas, a descifrar los mensajes de su angelical boca. Entresacando, despacito, del murmurar de las rosas los versos escondidos en mil sonetos que denotan, los “Te quiero”, silenciados, por el susurro de sus hojas. Ay, amor, que en la soledad me arrullas con un verso, con una estrofa, con una copla que arde en los costados de las sombras… Ay, amor, de alborada y copla. He aprendido a quererte hasta volverme loca… Una loca consentida por los besos de tu boca… Ay, amor,
de esperanza y copla.