En el pueblo, casi a las afueras, quedaba del casco una hermosa entrada llena de árboles, ceibos, espinillos y ñandubay. Un viejo molino, nutria de agua la casa y los sembrados, los corrales donde reposan pocos animales, un galpón, en el que el abuelo y el papá guardaban la cosecha, en tiempos de siembra y siega, querían pasear durante las vacaciones o jugar. Habían varias casitas viejas de adobe, sus paredes asentadas en barro y techos de paja. Un palo único, muy grande, central en el medio, que hacía de sostén a todo el techo. Estaban las camas, y una gran mesa con flores, y allí no faltaba el pan casero o las tortas fritas que hacía la mami ayudada por la abuela.
Llegada la hora les mandaban a dormir la siesta, porque de no hacerlo llegaría la bruja o el hada y llevaría de los pelos a los niños malos que no dormían la siesta, la bruja era llamada La Solapa vestida de blanco, con un gran sombrero y les observaba escondida detrás de los árboles, hasta ver que los niños se iban a dormir, pues había que hacer caso a las ordenes de la mami, si obedecían, ella velaba el sueños, de los niños, y era un hada buena…
Pero si no hacían caso los niños, y en vez de ir a dormir se iban a jugar al patio, correteaban y hacían mucho ruido, la bruja, llegaba vestida de negro con una bolsa echada sobre sus hombros. Y en esa gran bolsa juntaba los niños que desobedecían y los llevaba en ella… tan así era conocida esta bruja que era mala o buena de acuerdo eran obedientes o desobedientes los niños...
En la cocina había una salamandra, era el lugar de reunión a la hora del mate compartido, oportuno momento para escuchar el cuento sin final de papá, él que nos hacía estar atentos, tal vez esperando que un día termine. Y era como premio por haber dormido la siesta y haber permitido que La Solapa, los cuidara y observara desde la ventana.
Ese cuento merece un párrafo aparte ya que forma parte de la tradición familiar y aún hoy lo escuchan de boca de los mayores, sus nietos y bisnietos.