Hoy, en esta lúgubre tarde,
te despedimos con sentimientos
encontrados, enterrados
por los caprichos del tiempo.
Es triste, mas necesario.
Aún recuerdo hace ya añales
cuando te vimos por primera vez.
Eras una pequeña bolita café,
algo graciosa, algo tímida.
Éramos los tres pequeños,
como tú: mis dos primos
y yo.
Sonreíamos con inocencia
al ver tus ojos brillantes,
y tu lengua colgada mientras
movías alegremente tu cola.
El tiempo pasó.
Fuiste creciendo y no
quedaste atrás en nuestras
familiares aventuras.
Te holgaste de haber
nadado y surfeado en el mar.
Fueron muchos los partos
que diste.
Pequeños retoños, tiernos
y gordos pariste.
Entre ellos, vino la
pequeña que te acompañaría
hasta el día de hoy,
triste para recordar.
El tiempo voló.
Siempre fuiste alegre,
humilde y fiel amiga.
Pronto decaíste.
Los años habían grabado
su efecto en tu cuerpo,
la maldita enfermedad
aprovechó el momento,
y vino a dar contigo.
Debo decir que te olvidamos.
Pasábamos ratos sin verte
siquiera, y tú, siempre alegre,
triste, risueña,
buscabas nuestras caricias,
y, moviendo la cola, ladrabas.
Te pido perdón por todo
lo que no hicimos ese tiempo:
por haberte abandonado
cruelmente sin consciencia
de ello.
Ya había llegado tu hora.
El mal tenía custodiado
tu amortajado cuerpecito,
entregado al constante dolor.
Amiga, te pido perdón
por el tiempo que quererte
pudimos aún y no quisimos.
Como última muestra de remordimiento,
al igual que al gran Mozart,
muerto ya, fue sólo llorado
por su fiel mascota y compañero,
yo retribuyo ese gesto sincero,
característico de tu raza,
y te acompaño lúgubremente
en tu triste entierro.