Las letras de tu puño
se transformaban
en puños combativos,
en pacíficas armas…
Naciste para el dolor,
hombre del pueblo llano.
De palabras, pastor;
a veces, también soldado
con voces que aventaron
tu belicosa garganta,
voces que ilusiones alimentaban
en tan difíciles años…
Soñaste ser
liberador de yugos,
tal vez, una nueva luna naciente,
en aquella guerra cruel
que enfrentó a dos Españas;
febril noche en que la muerte
arrasó los campos
con una oxidada guadaña.
Fue con gritos
como el corazón escribía
lo que tu pluma resistía.
Fueron carámbanos
tus rabiosas lágrimas,
arrullos encerrados,
flores amargas
en cárceles de palabras.
También la muerte
se enamoró de ti
cuando por tus letras preso
escribías bellos versos
con sabor a hambre,
con alimento de cebolla
para aquel infante,
carne de tu carne.
No pudo la tuberculosis
poner yunta a tu alma,
alma virgen como la de un niño,
potente como la de un joven
que, sin importarle el peligro,
irresponsable se lanza
al descubrir nuevos amores,
tras las nuevas sensaciones
recién estrenadas…
Así eres tú, compañero,…
hoy noble calavera,
ayer, alma de rosa de almendro;
o quizás, sea así como yo te veo,
cuando doy paso del sentimiento
a este dolido recuerdo:
tu vida, brisa delicada;
tu voz, viento del pueblo,
cálida y afable…
Tú, poeta comprometido en la lucha diaria,
tú, el poeta esposo, poeta amante;
tú, poeta en mis entrañas,
Tú, mi poeta,
poeta Miguel Hernández.