Se levanta muy temprano el invidente
y con la luz del día que lo abraza
se va cabizbajo, pensativo y silente
a pedir monedas en la plaza.
El bullicio de vehículos que frenan
y el murmullo de la gente que transita,
lo obligan a vivir de la caridad ajena
para poder buscar lo que necesita.
Todo el día estuvo de pie
alargando su mano con el sombrero;
en la gente buena no perdió la fe
y por ellos esperó el día entero.
Tenía su limosna ya recaudada
con todas las dádivas de ese día
y cuando iba a emprender su retirada
tuvo de repente una caída.
Un transeúnte lo ayudó a levantarse
preguntándole si algún daño había sufrido
y el cieguito sereno, sin inmutarse
le dijo; todo bien, estoy tranquilo.
Y cuando el samaritano se alejaba
escuchó un quejido de dolor
y volteó para ver si algo pasaba
porque fue un grito conmovedor.
No era hematomas lo que había sufrido
ni fracturas de muñeca ni de rodillas…
era que su limosna se había caído
y se fue rodando por la alcantarilla.