En tiempos aquellos
cuando
recorría
con desesperación
las calles
buscando trabajo,
sabiendo que en casa
me esperaban:
el hambre y el
reproche y la incredulidad,
arteros enemigos en
las bocas de la incomprensión.
Cuando en el menor
pretexto
se alzaban las
voces,
y ecos retumbaban
bajo mis tacones,
recriminaciones y
fábulas necias,
y entre las manos
apretaba
la angustia en el
aire.
Fatigas que vienen
por desandar
lo andado, para
volverlo a andar.
El sol me pesaba
sobre el hombro
con el peso de todos
los fotones
de una tormenta de
viento solar,
concentrados a través
del biconvexo
cristal
de una lupa
gigantesca.
En esos tiempos que
el ayuno prolongado
era el insospechado
sacrificio
del peregrino
que marchaba hacia
el santuario
de la esperanza sin
conocer a cuál dios
levantar su
plegaria,
sin conocer el lugar
donde se erguía el
altar
dónde debía
presentar su ofrenda,
desesperada.
Levantaba los ojos
hacia el cielo
el urbano
trashumante,
y ante el silencio
imperante
levantaba el puño
deshilachando su
miseria
en gritos
irreverentes. De insensatez
y de angustia.
En esos tiempos
aciagos,
solo un canto pudo
rescatar
mi corazón de la
aniquilación
total que amenazante
levantaba
su hacha para
degollarme.
Le debo a Violeta
Parra
el pago de mi
rescate.
Fue la respuesta de
Dios
en los versos de
Violeta.
Ahora lo comprendo
bien.