Nunca caí del cielo:
me arrojaron.
La vanidad protegió mi caída
y el odio amortiguó el golpe.
Pero nada evitó el desgarro.
Mis vísceras sembraron hiel
en kilómetros a la redonda.
Quemaron bosques,
mataron bestias,
e impregnaron de negro
a quienes en vuestra inocencia
llamáis hombres.
Del exterminio nada se salvó,
nada merecía salvarse.
Tanto abultaba mi sufrimiento
que ni un hueco restó al perdón.
No existió piedad,
nadie osó esperarla.
Fue lo único sensato
de muchas estériles vidas.
Algo es algo.