Bajo el ártico de enero
dejando nocturnas huellas
el cofre de las estrellas
tiñe de plata su alero.
Vuelve la luz al estero
develando los parajes.
Mil terrenales celajes
descienden desde los pinos
y en detalles del camino
se esconden umbríos trajes.
La playa luce su encanto
cuando el arroyo derrama
un agua dulce que clama
por esa unión sin quebranto.
Es una especie de canto
simulada dispersión.
Hay una muda abstracción
cuando disueltas sus piezas,
la luz del rompecabezas
vuelve a romper la fusión.
Pasa el reloj terrenal
enmudeciendo el paisaje,
el agua es sólo oleaje
tras el destello virtual.
La tajada celestial
riela trémula en el espejo
de la playa, donde un rejo
asoma desde la roca
y en una carrera loca,
de espaldas, se va un cangrejo.
Tras la noche que ha dormido
en silencio los colores
llegan primeros albores,
de un rosicler encendido.
La bruma que ha descendido
besa apasionada al mar.
Y en el cerco del manglar,
en la vegetal axila,
un llanto de clorofila
no deja el lagrimear.