Las elegantes piezas del tablero,
nacidas para combatir entre ellas,
mueren si no luchan a muerte,
se devoran para demorar su fin.
Una batalla sin sangre, mas no sin drama:
así es el ajedrez.
Y el comandante es cruel:
no conoce otra ética que la de la victoria.
Los sacrificios forman parte del juego,
que analiza altivo y sudoroso.
Tan solo el tiempo, lluvia calcinante,
le acongoja con su pesado transcurrir.
Y cuando el triunfo o la derrota
(o las tablas sin ley ni pacto firme),
sobre el tablero extienden su metralla,
las piezas se entierran en sarcófagos,
sin el honor de una muerte heroica,
sin el alivio de un triunfo duradero.