Madre:
tú que perdonas, sufres y hasta compartes mis
pecados,
languideces en mis ausencias
y haces creíbles mis desatinos,
que hablas de mí, como de Dios,
y repites frases todas de amor.
Madre:
tú que esperas sin más pretensiones
mis éxitos, mis conquistas,
que dignificas la memoria,
el corazón y la prudencia;
que alimentas el manantial inmenso
de la osadía cotidiana,
que das sentido lúdico
al momento duro,
a la vida preñada de amenazas.
Madre:
tú que me diseñaste como humano,
como príncipe de luz,
como náufrago de sombras,
no me contamines de ausencias,
déjame acompañarte siempre.
¡Qué mis labios te rocen!
¡Lléname de vida!
¡Riégame el alma!