Me envolvieron espesos hipnotismos,
en sombras espesas como pieles de bisontes.
Armado estaba para la nada,
me hallaba inconcluso,
yermo de sustancia y frescores agridulces.
Todo se me caía en el cerebro.
Era pasto ceniciento.
Me encarcelaba la devoción de un volcán
que obstinado me atravesaba azufres dañinos,
pesados argumentos en el silencio metálico
de mis sábanas. Sólo escuchaba el murmullo
de las cosas exteriores alentando la vida
de las calles y los hogares distanciados.
Giraba un frenesí en mis entrañas
y un poblado cardumen de agujas tras mi vista.
Era yo un fantasma transeúnte en mi vértice;
quieto como un tornillo y desarmado y flagelado.
Me poblaban alguaciles multicolores.
Cercado estaba por sombras inválidas.
Sólo aguardaba tu mano fresca al final del día
arqueada sobre mi frente.
Tu mano como un diamante azul de las costas.
Tu mano como la verde silueta de un hoja
montaraz. Tus dedos en mi cabeza destronaban
el sopor y acallaban las cenizas. Eran tus dedos
granitos de hielo salobre.
Presagiabas el recuento de mi mejoría esperanzada.
Vilmente despojado de mi salud cimbreante,
llegó esta fiebre descendente
como de algún cenit incendiado,
me cubrió sin clemencia y trajo tus cuidados,
tus dulces movimientos diligentes,
tus pronunciadas caricias invernales.
“Tengo fiebre” podría decirse,
pero simplemente mencionaré que poseo tu vitalidad
en la enervada desolación de mi alma.
Tu vigilancia construye muelles en la bruma
y las borrascas. Sirve de vuelo a la fatiga.
No hay comicidades, sólo un alma ferviente.
Alguien paciente y solitario.
La luna te mencionó hace tiempo…