La poesía, como cualquier otra forma escrita de expresión, parece un milagro que provoca continuamente mi admiración. Anida en el fondo de algunos afortunados poseedores de un don, - cultivados o no, con mayor o menor grado de esfuerzo y dedicación -, que navegan a través de un río de letras, confluyen en cascada conjugando palabras, dibujando hermosos versos y salpicando intensos sentimientos hasta alcanzar de lleno al lector.
La magia provocada, retorna al interior del escritor reforzando dicha habilidad, provocando que día tras día, cada vez un poco más, se aferre a esa musa llamada inspiración, en un ciclo de fantasía, realidad, ensoñación, dolor, angustia, naturaleza, amor, tristeza, felicidad, etc.
Y ahí amigos, entre la poesía y lo que se denomina realidad, encuentro la línea que me pregunto si se sabe separar, claramente diferenciar, por más que esta última pueda retroalimentar la primera, y viceversa.
¿Qué ocurre cuando debemos expresar verbalmente, incluso por escrito pero con palabras cotidiana, cualquier tipo de sentimiento? ¿Se conseguirá? ¿Seremos capaces? O sencillamente, ¿nuestra capacidad de expresión estará demasiado condicionada por el lenguaje prosaico o poético que se ha aprendido a utilizar?
Personalmente, he tenido la suerte de conocer excepcionales, diría ¡magistrales poetas!, que sólo saben transmitir mediante el vehículo de la poesía, ¡hermosa por demás! Sin embargo, todos en muchos momentos, debemos hablar, mirar a los ojos a otras personas, y expresar nuestra opinión o más difícil, nuestros sentimientos, de forma sincera y sin poder (deber) utilizar esos paliativos maravillosos, los tan preciados versos.
Las consecuencias pueden ser difíciles de asumir: desde el aislamiento social, hasta la divergencia profunda entre el diario caminar y nuestro interior, en donde reside la verdadera esencia de cada persona, única y especial.