Qué dulce paz, qué tierno abrazo.
Me hace sentir tan protegido y sin miedo.
Mejor que las horas de sueño cuando ni me entero
de mi existencia. De esas horas
tan parecidas a la muerte donde nada preocupa,
ni respirar, simplemente porque no hay conciencia del ser.
Esta paz es diferente a aquella,
porque si bien no me ocupo del número de veces
que inhalo y exhalo en lo que representa un ciclo
al respirar, que de eso se encarga mi tallo cerebral.
En esta paz, prevalece, a despecho de estar
consciente de los perros que ladran allá afuera,
o del ladrón que me acecha agazapado,
o de la culpa que me ensucia
con sus gotas de hiel la cara,
o de una deuda más, pendiente de pago,
o más allá de la conciencia del desamparo,
del abandono, del desengaño que provoca
la ingratitud y la indolencia de mi prójimo,
o de los insultos de mis enemigos
o de la indiferencia de aquel paisano
que transita a mi vera para cambiarse
a la acera de enfrente,
y que ni se detiene a mirarme,
mucho menos a darme los buenos días.
O del imprudente que me enciende y me apaga
las luces del bólido que lo lleva a su destino.
Es una paz imperturbable y plena
tan grande que casi la tocan aquellos que se extrañan
de no haberme oído gritar esta vez,
reclamando con imprudencia por cosas tan simples
como una sopa muy caliente,
o por la desfachatez de alguno que se cuela en la fila del banco,
o un impuesto más que también está pendiente
de pago.
Una dulce paz, una calma tan grande
como la que dicen los que lo han vivido,
se experimenta cuando pasa el ojo de la tormenta,
del huracán terrible. Como el silencio profundo
en el segundo ensordecedor que sigue
al estruendo del derrumbe
provocado por un terremoto de ocho grados
en la Escala Richter.
Es una paz que se irradia
y es percibida por los objetos
que se encuentran al alcance,
que se siente en el cuerpo como una agradable
sensación de un calor que no agobia
sino conforta. Una paz que no procede del dinero
guardado en el bolsillo, o de la cotización del dólar,
ni de un par de zapatos Armani, ni de un reloj Cartier,
ni mengua porque al salir al boulevard
me encuentren manejando un Volkswagen,
de esos que ya están descontinuados,
o porque ya me brotaron las canas,
o porque dude si me hago o no,
un tratamiento para la calvicie.
O porque mañana me digan que tengo cáncer.
Qué dulce paz la que siento ahora,
cuando no me preocupo por lo que recibiré
en la jubilación cuando llegue, ni se quebranta
ante la ansiedad porque me llegue el finiquito,
o si habré de vivir lo suficiente para recibirlo.
Una paz que no se pierde ni siquiera
por la incertidumbre que hay en el futuro
inmediato del porvenir de los hijos.
Esos inexorables jueces que no te conceden el derecho
a un juicio de amparo,
ni te reducen los días de tu condena.
Que caer en sus manos es peor
que rendirle cuentas al DIOS Vivo;
Quien es tan Justo, como Misericordioso. Los hijos, no.
Y hay que ver lo orgullosos que son,
que aunque te perdonen, no olvidan las ofensas.
Y se comen los "te quiero".
Qué dulce paz, que ni siquiera se perturba
con la inconstancia de su amor.
Si quieres que te diga cómo es que viene
esa paz, que no se afecta por obstaculo ni pena,
por sentencia justa, ni pago pendiente,
por escasez ni abundancia, ni se arredra bajo amenaza,
ni por prueba.
Una paz que no es felicidad transitoria,
ni es euforia. Que es simplemente una paz indescriptible.
te diré llanamente: De confiar en DIOS, pues de Él desciende