En el reino de la convivencia somos todos líquenes,
asociaciones aprehendibles que viven para lo imprescindible,
y se afianzan al transitorio paso de las estaciones.
Nadie cuida de nuestra superficie cuando vamos por la luz propia,
quedando enredados al solar
del retículo Que se alimenta con nuestras divagaciones,
y trasciende el impacto a donde acuden desorbitados
como cursos irreunibles las visiones.
Asistimos a la confluencia luego,
y para cuando llegamos,
nos encontramos con que el torbellino
se ha llevado hacia otro útero lo que restaba del orden.
Somos las extensión de ese recuerdo,
los restos de su impermanente misterio,
el silencio agreste de los Dioses insatisfechos.
Siendo carne y sudor de nuestras motivaciones
aprendemos y nos confabulamos para tomar por rehén a la vida,
aferrándola cada cual a su estilo dentro de su frágil concha,
la encerramos, y aceptando guardar las llaves de la realidad
nos convertimos en sus carceleros.
Pero podríamos perder esas llaves en cualquier momento,
y partir de entonces quedar a merced de la ilusión,
buscándolas donde quizás nunca cayeron...
con la Vida encarcelada tras una barrera de ilusiones,
y las claves de la realidad extraviadas,
empezaremos a ingeniarnos un forma de acceder de nuevo.
En esa cómoda prisión somos todos extraños,
tan extraños, que se piensa que por estar viendo la situación desde este lado, recuperamos por completo la luz en nuestros ojos,
su descarriado rebaño de alucinaciones,
y su armonioso trepidario de espejismos,
armado como metrópoli de sal,
presta a caer a nuestras espaldas cual catarata de recuerdos..