Hogar,
eres tan pequeño como el jardín que había plantado
en la montaña;
un confidente abierto a las planicies del cielo
donde las gacelas espantan al descuido abigarrado
en el asombro.
Más allá de tus puertas el silencio juega a detener
las murmuraciones del arroyo,
y la luz recogida durante milenios
bajo las piedras del desierto,
entre las otras de la espesura,
tras las cortinas de la niebla,
se arremolina y fluye hasta las venas del envés
salta y se agarra a las puntas de la hierba
danza en cada prima encendido por la tibieza
dentro de la escarcha.
Vienen en camino cien mil amaneceres
y mientras avanzo hacia su encuentro
me sumerjo en la inmensa boca que se abre desde el este,
discurro por la garganta del valle
y caigo rápidamente en el estómago del mediodía.
Soy el bocado de un Dios que se alimenta de sueños,
que corre al borde de la vida
para ocultarse entre la gente
y cuando la marea baja me descubre durmiendo
tratando de aprender a soñar bajo la fugaz seguridad
para poder también alimentarse solamente de sueños.