Tras una esquina
- sorpresa, de repente, casualidad-
encontré tu nuca que volaba calle arriba
ajena a los hambrientos ojos que la seguían.
De puntillas, silencio de silencios,
te escolté a un metro de distancia
al alcance de mis manos
pero tan lejos de mis besos
como el paraíso del infierno.
Levitaba tras tus pasos
sustituyendo el aire por tu perfume
- ese que tantas veces había envidiado
al verlo flotar tras tus orejas (¿De Ci De Là se llamaba?)-
aspirando hasta la última molécula de tu esencia.
Me deslicé tras tu nuca
hasta que notaste el aguijón de mi presencia.
Y te quedaste quieta.
El mundo se hizo silencio
tan sólo el repetido trueno de mi corazón
ensordecía el instante.
Lentamente volviste la cabeza
- primero el perfil de tu nariz,
después el color de tu mirada-
Parado ante ti,
una estatua de carne con mi nombre.
Rígido, expectante, moribundo...
abrazado a un dios en el que jamás había creído.
Metí en los bolsillos mis manos,
prohibiéndolas volar a tu encuentro.
Una sonrisa en tu rostro.
- Tú, ¡no puedo creerlo!-
Un rictus en mi boca.
-¡Cuánto tiempo sin verte!
El universo giraba a nuestro alrededor,
podía sentir planetas y lunas
rozarme las pestañas.
Parado ante ti
volcanes, hurácanes, terremotos y bombas nucleares,
no conseguían despegar mis pies del asfalto.
Y supliqué al dios que no existía
en el que nunca creí,
que me concediese la eternidad allí mismo.
De pie, como un imbécil con las manos en los bolsillos,
a un metro de ti
en mitad de la calle
entre peatones, autobuses y vehículos aparcados
mirando tus ojos
y respirando tu aliento y tu perfume.