Usted disculpará que me inmiscuya.
Según algunos dicen, el tiempo es oro
y usted derrocha el suyo
salpicando de babas y penas al camarero.
Permita si soy ahora yo quien le escupe unas verdades
siempre que usted pague unas copas, claro.
Acierto a entender que ella se fue.
- Adiós, auf wiedersehen, bye bye –
Que ha pasado de princesa a zorra
en lo que yo tardo en trasegar un litro de blanco.
Deduzco que esos lagrimones, bufidos y desesperos
gozan de la tenacidad de lo ensayado
de lo repetido sin fin en una casilla del cerebro
que en los buenos tiempos ya preveía los amargos
soñando en secreto con vacas flacas
y los días oscuros y feos.
Colijo – y observe que ando fino-
que usted está disfrutando su desgracia
que tan feliz es embadurnándonos con su pena
como cuando deslizaba el caracol de su mano
por la piel de la espalda redentora
y agarraba voraz sus caderas
para alzarse hasta el trofeo de sus besos.
Verborrea aparte
basta un vistazo a su careto
fijarse en el temblor bufón de su belfo
en esas tambaleantes gotas de sudor
para transformar lástima en desprecio.
Concédame un ápice de sinceridad
- ya sabe lo de niños y borrachos,
y yo enterré mi infancia bajo árboles calcinados -.
Usted, bendito y adorado cerdo
espónsor de mis copas y mis desafueros
usted no estaba enamorado.
Ni la quiere ni jamás la ha amado.
Encoñado si acaso.
No más que eso: encoñado.