Volé sobre las alas de un águila,
sobre indolencia abundante de noche gris,
comunicándose los murmullos de dolor
terminantes en la angustia,
nunca la vi tan oscura,
como ojos muertos.
El campo era una noche manchada,
con tramos palidecerte de plomo,
asfixiando el suspiro,
procurando dolor en las colmenas.
Volé aunque el día era incierto; era una noche,
sobre esas calles transitaban luces,
sobre velas de azufre,
conquistadas en pasos errantes,
arrinconadas. Ciegas,
como quien nunca uso sus ojos.
Había un cuervo sin nombre,
trastornado apilando el viento,
litigantes y acusados ;
volaba por sus cuellos
con una cuerda harapienta,
anidaba en sus manos con ángeles caídos,
los miré con temor, noté que no estaban allí,
sus ojos vacios como una selva gris,
sus rostros eran hielo constante,
se habían perdido en el incendio subterráneo,
habían muerto…
Estaban vacios,
sus ojos vacios,
par de ventanas a un agujero negro,
como si sus rostros nunca moraron un alma,
sus espíritus se desvanecieron en la espuma
del castigo del mar,
su dolor petrificaba sus siluetas,
como una estatua de mármol,
volé justo allí, sobre los tramos sordos,
amenazados con espinas de plomo,
y el lamento latente se reproduce como buitres,
acabando con todo desde adentro.
Esas almas no podían volar,
eran de la calle oscura
como las luces que no encienden y los letreros oxidados,
chirridos de cerdos degollaban la calma,
moscas poseídas por el pegamento.
Aterricé allí, en la ausencia de aves blancas,
en los ojos muertos,
en la ausencia de la razón humana,
en la ausencia de la razón sensible,
entonces estamos muertos,
atravesados con lanzas de plomo,
me pregunto si pesaban
las nubes de ceniza gris
al despertar de una ola
de copos blancos ,
la calle arropaba la salida, erizando los vellos,
entonces viajé en las alas de un águila,
aferrado como camándula en los dedos,
en aquel lugar de tierra lejano,
en aquel lugar infeliz,
preferí ir volando,
para volver de esas calles, a salvo a mi hogar.