El café tiene ese sabor a trabajo,
amanecer de un lunes anónimo,
"una nueva aventura, un nuevo camino",
nunca he sabido quién es más estúpido
¿los que escriben ciencias esotéricas?
¿los que se concentran con esos libros en las manos?.
La señora barre el frente de su casa,
¡pobre! se le ve cansada, ya ni saluda,
nada es como antes, todo desaparece.
Esta bendita fiebre no me abandona,
el perro tiene casi un siglo ladrando,
el vecino de la otra habitación acaba de llegar,
el ruido del universo me ahoga,
ya no quiero leer ese libro de "esperanzas",
¡Por Dios, no soporto otra inyección!
quisiera dormir, dormir y no despertar.
¡Dios, cuánto peso he perdido!
No reconozco mi rostro enfermo,
con razón ya no vienen a verme,
no quieren ver la mirada de la muerte.
Ya casi es la hora de las batas blancas,
la vecina terminó de barrer,
ella es lo único que veo desde esta ventana.
Esta habitación no es tan desagradable,
tiene un pequeño ventilador en el cielo,
un televisor, una radio, miles de jeringas...
y un hueco al infierno debajo de la cama.
El pecho se acelera con la imaginación,
están tocando, creo que ha llegado,
es ella, la mujer de la bata blanca,
me sonríe: "¿cómo le va al consentido?",
"¡bien, pensando en las cosas bellas de la vida!"
" así me gusta, mente positiva...,
que fluyan esos sentimientos de esperanzas".
No puedo apartar la mirada de la jeringa,
ya no tengo valor para ese dolor,
le miento a ella con mis labios,
porque sé que al final será lo mismo:
"¡caramba, ya se ve mejor!"
pero esta fiebre me dice a cada instante
que las jeringas volverán siempre
hasta que mi piel ya esté muerta.