Diaz Valero Alejandro José

Recordando la lluvia (Prosa)

En un apartado pueblecito, de la vasta geografía nacional, me hice amigo de la lluvia; era una lluvia pura, distinta; parecía que en cada gota dejaba traslúcida su alma y también la nuestra.

 

Salir a corretear por las calles buscando las ansiadas gotas parecía ser la conducta colectiva de un pueblo que con los brazos extendidos clamábamos la lluvia para refrescar nuestros sueños.

 

Las nubes se agolpaban y ennegrecían el paisaje, el olor a lluvia se adueñaba del pueblo, y aunque a muchos atemorizaba por la mágica y estruendosa presencia de truenos que retumbaban el piso y relámpagos que cuarteaban el cielo con sus venas eléctricas, todos nos sentíamos atraídos  por tan hermoso fenómeno natural.

 

Que bello era sentir que las nubes se desgranaban sobre nosotros y dejaban tras sí los sofocos infernales de aquellas épocas calurosas que tanto nos azotaban.


 

Aquel pueblo era como una rosa que moría reseca ante la indiferente y áspera presencia de sus espinas, que al recibir el bautismo de aquella lluvia fresca, reivindicaba la hermosura de sus pétalos y transformaba su vida en una larga primavera.

 

Lo mejor era llegar a casa después del aguacero, el agua de la ducha se sentía tibia,  como si adivinase que esa tibieza nos hacía falta; y después llegaba el descanso con ese sonido incomparable que dejaba el suave goteo en los techos de cinc cuando la lluvia mansamente se despedía.

 

Hoy todo ha cambiado: la gente, el pueblo, la lluvia, los techos… Sólo las vivencias se han mantenido incólumes, intactas en nuestras mentes, que a través  del tiempo rememoro en una pertinaz lluvia de recuerdos.