La otra noche,
oía moverse la hojarasca arrastrada
con suavidad por la mano invisible del viento,
esa mano poderosa,
en ocasiones transformada
en boca sibilante y furibunda,
y a veces susurrante y tímida.
Abanico que no consume energía eléctrica
pero igualmente nos refresca
los cálidos cuerpos hambrientos
de descanso en las noches de estiaje.
En este solsticio de verano
reseco como hace doce lustros
no había otro.
Con el crujir de la hojarasca
raspando el asfalto de las calles
o el cemento de la acera,
la imaginación se monta
en un corcel ligero y negro reluciente
salpicado de estrellas la frente
y simplemente trota.
Entre tanto,
el cuerpo le suplica a la mente:
duerme.
Los huesos me duelen
y las coyunturas,
se esfuerzan al límite
en un vaivén se flexionan y se extienden,
para disfrutar el roce de las sábanas
y su tacto amoroso.
Los ojos rasposos
como llenos de arena,
los párpados declinan
y la voluntad suplica:
duerme,
y el sueño no viene,
mas el desánimo tampoco,
ni la angustia.
El pensamiento brinca y da giros,
y le pone atención al ruido que se filtra
haciendo ondear las cortinas
de la ventana abierta.
Y hace reverberar la luz
del arbotante callejero,
y lo hace fingir que palpita.
Brinca el pensamiento
incapaz de tener
un momento de reposo,
pero hoy el desvelo
no es para diseñar la orden del día,
o qué deuda ir pagar primero al banco,
ni siquiera
por la zozobra más trivial
e insignificante se inquieta.
Exploro la penumbra, con los ojos,
con los oídos, busco acomodo
para el cuello y lo estiro,
meso mis cabellos en un desplante de ternura,
me percibo.
Congestiono de aire mis pulmones
en un profundo suspiro,
y digo:
hoy solamente celebro que estoy vivo.