En las costas de tu cuerpo una estación prometedora,
por la que asoman racimos de besos y colmenas maduras,
pámpanos todavía tiernos y finísimos pistilos,
cubiertos de blando aroma cítrico.
Una estación que ya cierra sus puertas, y mientras lo hace
resquebraja dulces lágrimas
y exprime de la decantación, ilusivas olas.
Mira mis manos,
pasando de pronto hasta ese jardín,
hecho para caminar desnudo,
interesado por hierbas que revientan silenciosamente
levantando la luz de los poros
y alfombrando con inminentes palpos la piel de la marea.
He sido reducido al preludio que la profundidad de la caricia
desprende con ligereza al tiempo,
y al acariciar el extremo de la remanencia
acaricio también el sobrenadante en que flotan
como brotes de loto tus superficiales sensaciones.
Me hallo errático, y es como admitir
por encima de ese clímax
que el placer salva.
Es como darte la fuente anhelosa de los motivos
y conducirte hacia la sed de razón
por el camino de la locura.
Me hallas convertido,
y es casi pretender saber cómo te sientes
cuando tu centro explota;
en chorros de luz estelar blanca
y enjambres de mariposas por tus muslos.
Imposible represarse,
allá en el caudal,
el consabido descenso por tus líneas,
y la forma más hermosa e insostenible
que pudiera acoger entre nosotros la violencia,
dándole sentido al desvanecimiento.
Hubo sudor en la estación,
y más agua de la que hacía falta
para poner a flotar
nuestros cuerpos de barro y de cielo.
Hubo amor en la estación,
y donde no alcanzó, hubo además ternura,
un clima para poner a vagar los siguientes pensamientos,
un nuevo día para dormir lejos.