Desde el paraíso, aguardando,
mirando hacia abajo,
los ángeles caídos
dejamos nuestros trabajos,
llegamos a sentarnos
sin pena ni gloria,
pero llegamos contentos,
espectantes, con euforia.
La oscuridad se encendió
y siete luces de colores,
una voz nos abrazó
bandoneón y tambores,
los ángeles vivamos,
se sumó el pianista
y allí fue cuando lo ví,
misterioso violinista.
Entre armonía celestial
de instrumentos hermanados
el violín se abrió camino
con gemido desgarrado,
enmudeció al mundo entero
y estremeció mis pobres alas,
eliminó los derredores
él y yo sólo en la sala.
Desde el paraíso, ensimismados,
junto al borde de las nubes,
se amontonaron los querubines
pero yo me contuve.
Entre cabezas y pelucas
mi visión sólo era él
y escucharlo en el conjunto
era todo un placer.
Se apoyaba suavemente
en la madera barnizada
como amándola en silencio
en cada cuerda acariciada.
Su mirada era grave
o afloraba la sonrisa
con su boina y ropa negra,
y yo atenta en mi cornisa.
Bajarme del paraíso
eso yo hubiera querido,
ir volando hacia su encuentro
transportada en el sonido.
Ovación de diez minutos
y de más hubiera sido
si no fuera por sus idas
arrancando mil suspiros.
Me fui del paraíso
y algo bueno he de contar
que al salir después de un rato
a tres pude encontrar.
Entre ellos, violinista,
y el ángel colorado
le alcanzó a dar un beso
con halo enamorado.