Dicen que hablar
no cuesta nada.
Parece infalible
la sentencia.
Se cae la boca con el grito,
pesan las palabras
como trenes frenéticos
que atropellan las noches,
el compás del corazón,
la forma de peinarse.
Alguien pronuncia
dos palabras
y se desploma
el paisaje en la ventana,
deja de salir
el agua por el grifo
o sale con desgano,
sin sed que la recoja.
Dices adiós y algo se quiebra,
puede ser el espejo o su imagen,
alguna cosa que guardabas,
la secreta esperanza
de un algo impronunciable,
su cobarde mudez.
Podríamos andar ligeros
de voz y de preguntas,
dos o tres dudas
como globos que estallan
sin ruido, sin misterio.
Pero las palabras se cargan
de sal y de sonidos
llegan a pesar tanto
que un día nos matan
de memoria, de silencio,
qué le vamos a hacer,
si estamos más hechos
de palabras que de huesos
y hablar nos cuesta todo.