Me llamo Iván o así me hago llamar
pero nada tengo que ver con el terrible,
más bien me asusto fácil,
me asustan los golpes en la puerta,
los golpes en la espalda y en la vida.
Mi nombre es, como os digo, Iván,
otro de mis tantos heterónimos,
pero si no es de vuestro agrado
podéis llamarme Pedro el de la piedra,
o Juan con mucho miedo,
o Luís, el que meaba en la cama siendo un niño.
Me gusta el café sin mucho azúcar
con sabor a lluvia y plenilunio,
oscuro como el otoño a media tarde,
caliente como el pecho de los pájaros.
De pan no ando muy bien,
de calor ando peor
y de amor,
cualquier tiempo pasado fue mejor.
Mi vida es un intersticio entre silencios,
la epopeya de un triste tambaleo,
el informe de un combate nulo
sin ventanas con vistas a los sueños.
Habito la parcela de un insomnio,
este pelágico traje de hombre incierto
con los codos comidos por las dudas,
con errores remendados por errores
y a vueltas tropezando con mis huesos.
Me dicen ¡ Iván ! y giro la cabeza,
esta simple sesera que encumbra mi pescuezo,
este tráfico apocado de neuronas
oculto bajo las selvas de mis pelos.
No sé qué más contarles, qué decirles,
sucede sencillamente que sucedo,
que soy una vaga sucesión de soledades,
que lloro y que a veces no me peino,
que me olvido de mí mismo con frecuencia
y de mirarme frente a frente en el espejo.
No soy estrictamente un hombre malo,
ni soy, a grosso modo, un hombre bueno
más bien soy como el loco del rocín
que vio ogros gigantes sobre vientos.
No busquen en mis poemas amoríos,
ni historias de Julietas con Romeos,
ni inflados romanceros a la moda
ni ramas en las manos de rameros,
mis versos son los hijos del aullido
de mi pecho que es la noche de un desierto.
Soy poeta, de la estirpe de la espina,
de la tribu del relámpago de invierno
desahuciado de los círculos mundanos,
tan inhóspito como crudo e incorrecto.
Soy un vivo a las puertas de la muerte
que transita sin corazas ni sombreros,
mi alma, es un plus de mala suerte
y mi cuerpo, el futuro de los cuervos.