Guardo la mitad de un beso
en esta memoria intermitente
junto a otras cosas poco útiles
como un ticket de autobús
usado un domingo del noventa,
raspaduras del otoño de ese año inviolable,
tres gotas de lluvia de aquella tarde sin victoria,
un trocito de un relámpago
extraviado entre los árboles,
la esquina de una ola perdida en una playa
al norte del olvido donde mueren los relojes
y un pájaro sin trino que no aprendió a volar.
La raya de una camisa con ribetes,
de franca adolescencia femenina
donde la sangre golpea
como inocente golondrina
el suave cristal del agua pura,
el vientre de un pecado
pequeño como un nido,
dorado como un junco
lejano como un barco tragado por el mar,
el billete para un cine
donde soñaba con la boca de la Gadner,
los ojos violetas de la Taylor,
los senos de la Andress,
las curvas de la Hayworth
y una noche con mis muslos en sus carnes.
La marioneta sin brazos de un teatro ambulante
tan triste como un pueblo
donde la gente aplaude sin parar de llorar,
una larga pestaña sin rimel,
el moho de la sombra de un portal,
un escalofrío disecado de mi piel
una manzana roja a medio devorar,
el azul gastado de unos ojos ,
el retrato de un milagro a punto de revelar,
el dibujo de una hoja al borde de una calle
comida por el polvo sin rama que adornar.
Un anillo sin dedo, una caricia sin manos,
un verso sin poema temblando en un papel,
la punta de la flecha que me pinchó el pecho
y un poco del veneno que me sació la sed,
el humo de un cigarro, la cinta de un sombrero,
un cielo a ras de suelo emboscado en una red,
el hilo de un adiós bordado en un pañuelo,
mi corazón antiguo pintado en la pared,
la muerte de una mosca a patas de una araña
y un unicornio verde que nadie puede ver.
La foto finish de la carrera entre dos lágrimas,
el grana de un crepúsculo en flor de atardecer,
la voz de un muchacho clamándole a la nada
amor de quince años y un sueño en que creer.
Todas estas cosas que guarda mi recuerdo
de un gris domingo del noventa,
año triunfal de mis hormonas,
año de la rendición sin condiciones
de mi cándida niñez,
de mi infancia, esa patria de los sueños,
que todos, sin quererlo, abandonamos,
paraíso de peonza y de cometa,
de bici y de pelota, de playa y de jardín,
todas esas cosas, como digo,
son atribulados escombros de una tarde
enemiga del sol y las lilas.
Todas esas cosas
doradas por los óxidos del fracaso,
empolvadas por los tránsitos del olvido,
sometidas a los fieros huecos del silencio
y sus lánguidos corazones de madera,
cosas a medio morirse en la memoria,
restos de un dolor a media luz,
de un amor extinto del que sólo conservo
su resguardo entre mis labios,
la mitad exacta de aquel beso
con el cual sellamos la dictadura del adiós.
La otra mitad del beso
se quedó con su fractura en otra boca,
tiritando entre sus labios
como un pajarillo desolado,
desnidado sobre una calle sin trapecios,
pertenece a otro poema nunca escrito
y que jamás se escribirá.