ivan rueda

EL BATIR DE UNAS ALAS

 

No venían en las guías del porvenir

ni en las antologías del oráculo,

ni en el catálogo de Alberti.

No tenían pan

y se comían las palomas y los perros.

Leían las piedras con dramatismo,

esquivando sus vocales de quietud,

leían los hierros al rojo vivo del deseo

mientras doblaban esquinas en el aire.

Trepaban por las cuerdas de la lluvia,

subían sus peldaños goteantes

hasta tocar las hogueras del crepúsculo.

Sabían tanto del dolor

que llevaban el alma en cabestrillo.

Eran hílicos extremos por los ángulos,

foliofilos, transversales en lo escuálido,

miraban sin existencia, desvividos,

con reojo y  las pupilas de perfil.

La gente los temía y evitaba

prefería sus demonios rutinarios

pero ellos se amaban entre oscuros algodones

plateando la noche con topacios.

Sus besos eran golpes de zaheridas azucenas

en los blandos tambores de los labios,

labios umbilicados entre flores y cartílagos,

abiertos a las sangres calcinadas,

abiertos a las angustias sin cálculo

pero cerrados a las espumas del cielo.

Lloraban, también lloraban,

derramaban lágrimas de ébano,

las húmedas maderas de los lirios,

escombros de terribles primaveras.

Los hombres los temían porque no eran hombres,

los pájaros los temían porque no eran aves.

Su lenguaje era geométrico sonido,

triste aritmética de violín apuñalado,

lánguido rumor de guitarra moribunda.

No eran buenos

pues se comían los jilgueros y los gatos,

se agazapaban en las dioptrías de las sombras,

en los alrededores  de los huecos

esperando la solitaria orden de la muerte.

No eran malos,

protegían a los árboles sin nombre,

ofrecían su consuelo a las tormentas,

repartían luz ungida a los ponientes

esperando la solitaria orden de la vida

para vencer la seriedad de los suicidios.

No eran vivos,

no eran muertos

tampoco eran espejismos de espectros,

eran errantes, fronterizos con los sueños.

 

Salí del coma en una cama

e ingresé de nuevo en el azul de un mediodía.

Amanecí, tras mucho tiempo, con los puños cerradísimos.

Al abrirlos se me cayeron plumas de las manos.

No eran de hombres ni de pájaros…

 

Creo en los ángeles, los prófugos de Dios. Volé con ellos.