La lluvia nos calaba en el desfiladero.
Íbamos como en una especie de fila
interminable,
colgados, unos, de los hombros de los otros.
La pobreza vestía nuestros cuerpos,
los pies descalzos arrancaban lamentos.
De súbito, el relámpago breve,
iluminó miles de asombros.
Sobre la montaña vi erguirse una Diosa cobriza.
Era la Diosa muy hermosa.
Su pelo disfrutaba del aire,
palpaba sus espaldas y más allá del talle.
Las curvas de la carne se abrían ansiosas,
develando el misterio de su cuerpo esbelto.
Una fragancia inquieta venía de ella,
besaba la piel y nos la excitaba.
Era hermosa, mezcla de india y mariposa.
Gozaba, yo, de aquella, prendida ya en mis ojos.
En mis ojos hizo un nido.
Quedé perplejo, sin luces, ni canto,
me sostuve, aun, con pose de santo.
Solté la guitarra, bendije la tierra,
por aquella entrega, de paso al averno.
Arranqué grilletes, con gesto violento,
miles de aquellos me contemplaron.
Era mi cuerpo el que levitaba;
frente a sus senos, olvidé mis heridas.
Supo el pezón del gemido.
En sus senos, obsesionado, atrapé el olvido,
fue nuestro abrazo, una sola huella.
Como hiedra recorrí, sus piernas bronceadas,
encendí en su vientre la luz de una estrella.
Nuestras bocas locas, saciaron su anhelo;
supo, la Diosa, todo mi desvelo.
Penetré su vida jadeante, con goce voraz,
fue la caricia a veces tierna y otras muy ruda.
Entré en su carne jugosa.
Era la Diosa muy hermosa,
en mis ojos hizo un nido.
Supo el pezón del gemido;
entré en su carne jugosa.