El primer síntoma
fue mi propensión a los paseos
por los laberintos melancólicos
de los espejismos inconcretos.
Luego vino mi inclinación
a ciertos desagües de los cielos,
a la plenipotencia del sol
vestal y pluscuamperfecto,
a la trifulca de la luz con las palabras
y a las grutas insondables del silencio.
Sufrí, también sufrí, las fiebres del amor
yo, que soy tan torpe de pecho,
sentí sonar su violín en mis venas
y me abrió el corazón de norte a sur
hacia el este de mis penas,
probé el hierro de sus fraguas,
su falcata en la nuez de mi cuello
por lo que llevo cicatrices en el alma
de una flor convicta en mi degüello.
Fui arrojado a la hoguera del poema
por razones de azufres en mis huesos,
fue entonces cuando se puso mi anatema
de un azulísimo Darío,
rojo en lo más Hernández de su pecho,
enfermo de verde Lorca
Y alexandrino en la carne de sus versos.
Tuve sed de salvaje abecedario,
desayuné coágulos de letras
y cabalgué en potro onírico
por la locura imantada al planeta.
Antepongo, por lo tanto, el soliloquio del borracho
al discurso planificado del esteta,
el infierno ineludible del fracaso
al paraíso del que hablan los profetas.
Para alcanzar la transubstanciación querúbica
probé la profilaxis del éter,
frotación de ortiga en carne viva,
luxación y esguince en cada sueño
pero todo fue inútil,
absurdo como rociar perfume por el puerco.
Fui juzgado, ¡ oh, sí, fui juzgado
por tribunales de perifollantes gallos !
que me acusaron de amantarme en suburbios,
de atacar a las nubes con mis piedras,
de asaltar los besos con trabucos,
y de tañir la guitarra sin las cuerdas.
Ellos, ¡ tan kikiriquís en sus picos
Y tan comedores de estiércol !
Ahora, tras mi trayecto de púas
entre tormenta y tormento,
tras mi pelea con la cara oculta de la luna,
tras mi combate a vida con el viento,
a punto de recibir la extremaunción de la lluvia,
no, no me hallo todavía muerto,
tan sólo entubado a una metáfora
y, por lo tanto, clínicamente poético.