Las ciudades donde vivo
tienen ojos de obelisco
calaveras como brocal en los aljibes
un dolor de piedras
las convulsiona hasta sus raíces
en sus cielos surgen en las noches
luces contiguas
que parecen un bosque de cuchillos
tienen escudos y estandartes
con zopilotes bordados
sobre lirios del abismo.
De niño
en sus calles
pobladas de imágenes y adornos
descubrí con mis hermanos
los tesoros de la risa
y supimos que las grutas
eran nuevos caminos.
Las sombras tenían un maternal instinto
e inclinaban sus cuerpos
para decirnos al oído
fantásticos secretos
mientras sus manos obesas
salpicadas de círculos
vendaban nuestros ojos
para dilatar la caravana
de gnomos y de mimos.
En las montañas teníamos rincones
tan lejanos como estrellas
donde los sueños formaban remolinos
y el mundo era tan pequeño
que sentíamos ser grandes
a pesar de ser tan niños.
Un día
después de recorrer los montes
donde nos dejaban sus mensajes
sobre pétalos y hojas
extraños duendecillos
llegué a olvidar su lengua
al extraviar sus jeroglíficos.
Habíamos perdido el poder
de contar hojas caídas
y de hacer con la lluvia
arcos iris sobre el limo.
Entonces
me separé de mis amigos y hermanos
para ir a conocer
la herrumbre y la salmuera
del arado
el ácido y el frío
del gemido.
Aprendí a convivir
con el silencio de las uvas
y a leer en las llamas
los signos de las horas
cuando el oro hería de muerte
la esperanza del crepúsculo.
Recorrí laberintos de espejos
y escalé
con ojos bajos
pináculos y torres.
Mi alma
se fundió con el yunque
y cerré mis manos
que ya no tenían los modales
de los viejos duendecillos.
Atado
dispersado
distraído
huraño
egocéntrico
frío
nada ven mis ojos
nada escuchan mis oídos
nada eriza mi piel
nada llega a mi olfato
nada saboreo
porque detrás de mi memoria
grabó la lezna del destino
sólo esta calle
donde vivo.
Efraín Gutiérrez Zambrano
De su poemario Molinos de Fuego