Los capullos del almendro
aguardan
en el vaho endeble.
Siguen jadeando,
y no encrespan con cada ajeno cambio.
Angustiados por delirio,
pero sin estar ellos fascinados
de inconsciencia,
crecen cerca de la furia que se derrite
en un quieto brillo
de las honras tempranas;
y no titubean
como nosotros,
que nos hemos librado
del mutismo emergente.
Difamados de ser complacientes
por bilioso amor
ante las trocantes memorias.
Y si nos apetecieran los halagos
propios a sus franquicias,
subyugaríamos con razón
el cerrojo de su avaricia.
Pero nos pesa el hecho
de besar el hosco palpitar
de quien se queja,
desahuciado a bajar la mirada,
porque su condena es morir
guillotinado por el silencio.
Pronto vendrá la luna nueva
descrita por el aturdido Beethoven;
pronto será la oscurecida travesía
de quienes salen halando un rancio bagaje,
un antiguo miedo,
ingobernable,
como lo son sus estribos
de ceder rendidos
a los pies del olvido.
Un chasquido entonces,
un falaz destino,
esperanza decaída
de granjear sus ojos otro día (…),
con la locura de quien cita
haber amado ciegamente;
mas valía jamás rogaremos
sin hacer solicitud difunta
a los pesares del pasado.
Como los botones del almendro
destacaremos en tristeza
la caridad funesta
de ínfimos atardeceres.
Etéri
12-11-11
-a una niña pérdida-