Era una paloma enclaustrada en su convento
solo una aceituna nueva, deshojada
sobre la piel de las sábanas blancas.
Mientras bajaba brillaban en sus ojos
las bocas de mis ojos
presentía el silencio dormido de mis sueños
entibiaba el sonido del viento en los aleros
le mordían los días con apuro
y en sus ojos fui encontrándome interesante.
Se encendía la aurora dormitada en su pecho
y sonreía callada, no le importaba
si volaba al otoño o si anclaba en sus muslos
mis pasos de marinero naufrago
solo esperaba explayada las olas de aquel encuentro
y se hacía playa de arena pocas veces pisada.
Evanescente de pronto entre aquellos ojos
encantados, pairaba un barco de luz
atardecido y solo y trashumaba
sus últimos latidos en la almohada
quizás por siempre no sé, como diría Vallejo.