Eduardo Torres Isleño

Pequeña y arrumbada

Solo frecuencias apagadas murmuran a lo lejos,

a donde quiera que miro, una casa clavada entre los árboles,

techos sombríos, ramas altas de pasajeras aves, y negros pajaros.

El medio día despejado, toda variedad de insectos no comestibles,

y pequeños ecosistemas acalorados, el brillo ilusorio de las telarañas,

la apetencia de vivir en compañía de las plantas, con el tono pardo de la tierra,

me he sentado bajo la luz, el almendro y su sombra.

Que el sol no se tarde, los matices del campo desfallecen

y se pierde el contorno difuminado

de las hojas amarillas.

El lenguaje de la vida montés: Una especie reclamando al viento medidor de territorios,

la calle polvorienta parece acabarse en algún extremo, los niños se alejan de esta casa

de ladrillos acomodados en el polvo entumecido, el denso liquen de la pared,

y lianas enredadas de hierba vieja.

El día solitario de fin de año

en que no hay clima más equivalente, que un tibio cuerpo de mujer mitológica, y egregia.

Al igual que la catarina, no ambiciono tanto con el vuelo

estoy recostado en la raíz de hojas muertas, de hojas empapadas y suelo fresco,

no sé callar la sonrisa tenue del alma, cuando veo desde la altura, el lugar que me ha tocado recordar

el espeso panorama de la vida, la verdosa frondosidad de los cedros,

siento quietud y bienestar, el zigzaguear ligero de los vientos, libertad,

aquí en Latinoamérica, y México

el soplo, para el que sabe, dura lo que dura el aliento de la tierra.