Allá está, sin sigilos y sin arrebatos.
Toma de mi neurohelio el azul que me funde a la negrura
y desmorona con sus plumas,
la fragilidad de mis asfixiados vórtices.
Cunde en el éter, en donde no existe soledad
ni emoción, ni ilusión palpable.
Sale a un cuerpo sin lastres,
se alimenta con el atenuado fuego del sol,
salva cuantas veces puede la rotación
de la pequeña mota terrena.
Cambia los rumbos, extingue las nubes con sus manos,
látigos de una tormenta que se estrella
contra mis deseos de exprimir la lluvia en tus cabellos.
Alza de eriales extendidos,
con el collar de soles adornado de alucinaciones
y el cuello vaporizado del crepúsculo.
Amor labial que besa la palabra, y le sustrae el acento
para sazonarlo luego de silencio, de luz encascarada,
de quiebres profundos que se abren
y ponen a tu alcance las más altas corrientes del viento.
Tus vestidos como bordes enarbolados se yerguen
desde la masa vegetal,
mientras son punteados de blanco
por el milenario pincel de la evaporación,
y surcados de verdes amarillos
por el recién nacido dedo de la garúa.