Antes que la sombra estuvo el sol, las cumbres, las luces cosmopolitas del Perú. Tuvo por germen el delito de la ignorancia, la difícil y a la vez sencilla raza Inca.
En caballos de brido reluciente, cascos y herraduras aplastaron las pezuñas limpias de llamas y vicuñas; los que tiempo atrás eran considerados dioses. Quizá los apus venían con el pecho enchapado de oro; el Inca ya preparaba los honores. Con grandes bestias, ropas extravagantes y de largas lanas que le crecían de la cara. Una idea de dioses en ese tiempo era aceptada. Entonces el Inca entro reflejando el sol en su frente; con andar grácil los cargadores desplazan el anda disimulando el peso con la bravura en la cara, con el corazón enardecido, orgullosos de su causa absoluta, el ser indios, el ser incas, el ser soberanos. Miro hacia su frente alzando las pupilas mostrando las gracias del coraquenque, las telas de la mascaipacha mostraban su bermejo color, las concubinas le seguían el paso. El inca sin soldados, sin guerreros pensó que, ante su majestuosidad de sus ropas, el brillo del sol en su frente motivaría el temor del hombre extraño. Pero fue grande su sorpresa, su mente fue incapaz de comprender ¿Alguien pude tener el valor de atacar al inca? Lanzas, palos se clavaban en los indios como el picar sutil de una abeja. Una vez terminados los indios que acompañaban, los extranjeros continuaron con los cargadores. El puñal se clavaba en el cuello, la lanza en el pecho; moría uno de inmediato le remplaza algún indio que, sin ser cargador real se veía en la desesperación de no ver caer al inca; se dio esto hasta que los indios todos murieron. El inca cayo de golpe, un sonido tísico contra su madre, tierra, el imperio entonces había terminado.
Hasta en las puertas de la muerte permaneció fija esa innata bravura, lealtad y sencilla característica de los indios peruanos. Termino el Tahuantinsuyo, nació el Perú.
Anthony Orellano