LEONARDO HENRRICY

LA NOCHEBUENA DE LA NATURALEZA

 

No era una noche como tantas otras. La brisa era liviana y fresca, sintiéndose en la piel como trozos de seda, limpiando y borrando los vestigios de un candente verano. Las flores, dormitaban arrulladas por el frio del norte y se abrían con especial entrega a un sueño más dulce que la misma miel. El cielo...aún reflejando la negrura del espacio en las alturas, destellaba un brillo de luna, regándose en suspiros de eternidad en la infinita pantalla celestial. Bailaban las estrellas con un suave y cadencioso movimiento de lado a lado, olvidándose de su rígida y estática postura. Se oia en el ambiente por doquier, un sonido como de sirena, cantando una melodía tan secreta, que solo el corazón interpretaba. Copitos de nieves dibujaban las nubes, regadas como escarcha en el horizonte. La hierba sonreía sin cesar, atrapando el rocío que con anticipada posesión, se posaba en su figura desde temprano en la noche. Desde el norte, el sur, el este y oeste, la tierra brotaba a raudales, un incontenible perfume indescifrable, filtrándose sigiloso en cada átomo viviente para agilizar contento, el peso que gravitaba en la materia.

En medio de este cuadro en que así la misma naturaleza se pintaba...un pesebre anidaba en sus pajas, el origen de todo un acontecimiento celestial que daba vida. La brisa, las flores, el cielo, las estrellas, las nubes, la hierba y la misma tierra, conspiraron contra la muerte, luciendo sus mejores galas cuando la vida misma se realizaba en un humilde pesebre, para eternizar el hecho de la natividad, derramada en la noche más buena que existiera en todos los tiempos y recordarla para siempre como LA NOCHEBUENA DE LA NATURALEZA.

 

Leo Henry