ivan rueda

LOS AMANTES

 

Aquella noche su amor,

su largo y extenso amor

era como un reo en el corredor de la muerte,

lo sabían por eso se amaban con las uñas

como queriéndose arrancar los corazones.

Él odiaba la playa y ella la montaña

pero coincidían en que el calor del verano

pesaba como un plomo pegajoso y húmedo.

Las vacaciones estivales eran como asfixias,

parálisis de aires,

torturas de tiempo obtuso,

palizas de sol furioso,

patadas de cielos despejados,

golpes de luz que no descansa.

Ellos preferían los inviernos de nieve y lluvia,

fríos por las ramas de los árboles,

oscuros como los callejones de los gatos.

Eran felices en sus trabajos

como los obreros a primero de mes

cuando reciben expectantes sus salarios

o como los números rojos de un calendario.

Él era supervisor de almacén

en el mismo hipermercado

donde ella trabajaba de cajera.

Amaban la luna en todas sus dimensiones:

la luna a punto de parir,

la luna sarracena,

la luna que bosteza sin dientes

porque tal vez poseían la identidad de dos lobos perseguidos.

Sobrellevaban el matrimonio

como una hipoteca que hay que pagar todos los días,

pesaban los hijos como sentencias de la sangre

y se sentían moscas humanas

atrapadas en la telaraña moral de lo correcto

u hormigas sacrificadas a la inamovible pirámide social.

El lecho conyugal jamás había sido un circo

ni un buen lugar para los sueños

más bien parecía un auto sacramental

o una silenciosa sala de lecturas,

ópera para píjamas

pero nunca melodía para pieles

o furor y estrépito de carnes.

Se conocían de antes de casarse:

Ella era amiga de su esposa,

el primo hermano de su marido.

Siempre se habían amado en secreto

como dos animales subterráneos,

sin huellas delatoras en sus labios,

sin pistas acusatorias en sus besos.

Aquella noche, desde las profundidades de su abrazo,

miraban su última noche estrellada

sobre la oscuridad azul de la ciudad.

En silencio, adheridos a la íntima ingravidez de la melancolía

como ángeles sin cielo que volar

esperaban que la belladona que circulaba por sus venas

dictase punto y final a su furtivo amor.

No lo consiguió porque a veces el amor que mata nunca muere.

 

Los hallaron al alba

cosidos el uno al otro por los labios

con los hilos prodigiosos de la escarcha.

Era invierno.