Él, de sí mismo contento,
joven, guapo y rico,
muy relajado en su cama;
irguió su bello cuerpo
cuando entró una dama.
-¡Quien! ¿Quien eres?
-¡Soy la muerte que temes!
-¿La muerte? ¿Por qué que has venido?
-El Juez allá en lo alto, tu fin ha decretado
-¿Qué juez? ¿Que fin?
¡Yo no creo en nada¡
Se levantó una espada
brillante y curvada.
Sintió una fría rasada
sobre su cuello, como una pasada.
Su cabeza fue despegada,
de sangre empapada.
Se le quedó la mirada fijada;
la cara atontada,
con la muesca engañada.