Un día el sol dijo a la luna:
estoy cansado de brillar,
me iré de vacaciones
por el espacio sideral,
rozaré otras estrellas,
daré la vuelta al universo
y descansado y más fulgente
volveré de rojo intenso.
La luna estuvo de acuerdo
y lo reemplazó encantada,
su plata robaba suspiros
y era siempre admirada,
despidió al sol viajero
que se fue dejando estela
y la luna ocupó el cielo
consagrándose su reina.
Los primeros días que pasaron
la luna estaba alegre,
el mundo era suyo,
nadie que la postergue,
pero con el correr del tiempo
miró la Tierra preocupada,
las gentes lloraban todas
con las cabezas agachadas.
Lo que no supo la luna
es que ella reflejaba
el brillo de ese sol
que ahora ya no estaba,
y a pesar de sus intentos
de llenar esas fisuras,
la Tierra se sumía
en la noche más oscura.
Ella misma fue rogando
que volviera enseguida
aquel sol de rayos finos
y se hiciera otra vez día,
comprendió que nunca ella
había sido relegada
sino que calor y brillo
su frescor complementaban.
Fue en la noche inacabable
que la luna sollozaba
cuando vió unos destellos
que a ella se acercaban,
levantó su cara oscura
con sonrisa alunada
al ver que el sol hermoso
finalmente retornaba.
Lo abrazó soltando estrellas
y entre ambos se fundieron,
al instante salió el sol
alumbrando al mundo entero,
y las gentes vivaron,
y la luna al otro extremo
contempló a su sol amante
sonrojándose de anhelos.