Y el placer literario
lo convierte en dolomita sagrada,
amordazando el aire.
Donde la noche se deja acariciar,
maestra de desnudos,
¿qué le importa el frío al inclemente desierto?
Al sonido de su alma
sucumbe la paz,
el aceitunado mar.
Ablanda la luna,
deshace la bravura,
retorna en mansa espuma.
Siento la mano que besa la tierra,
que me aprieta con fuerza,
¡y muere el amor!
Y me viste nacer,
¡y contamos los saltos del pez!,
y comenzó a amanecer…