Subiste al muro en el incendio de la tarde.
Lanzaste tu red sobre la desnudez de mi isla,
mas allá del frio de una calle solitaria
en el sordo pestañar de un mirada imborrable.
Tus manos suavizaron la arcilla de los días
que anclaron sentimientos en la orilla del deseo,
allá, donde el rio descubre lo débil de su cauce.
Ni montañas ni pesares enmudecieron tu sonido.
El hilo invisible de tu voz, la amistad de los cuerpos,
aceleró las ruinas de mi indifirencia estéril.
Tus dedos dinamitaron la resistencia inútil
en el campo de una guerra ganada con tus besos.