Hay días que son o se hacen irrepetibles,
un día cualquiera con atisbo de monotonía nos acompaña desde el inicio de la
mañana sin darnos cuenta que nos puede traicionar para bien. Sí, traicionar porque
suponemos tal vez que nada puede cambiar o nada nos puede cambiar. Quizás sea
la conciencia de nuestra propia futilidad. Pero si nuestra mente despertara al unísono
con nuestro cuerpo cada vez que despunta la mañana, que si esa luz que nace en
el horizonte naciera con tanta intensidad en ese otro horizonte que separa
nuestro espíritu de nuestro cuerpo, talvez esas formas que ensombrecen nuestro
camino desaparecerían.
La rigidez de espíritu nos quita
espontaneidad y flexibilidad y por tanto dejamos de creer en lo imprevisible,
en lo inimaginable y en justa medida descreemos de las bondades del azar.
Una vez experimentado la
experiencia única nos queda marcado como un hito irrepetible y fugaz, y de esa
manera decoramos nuestro pasado frente a lo que nos plantea nuestra gris existencia.
Y nuevamente volvemos a postrarnos a nuestras camas al final del día sin saber
que nos deparará el día siguiente. Algunos soñaran con un mundo mejor, otros,
con hacer de este mundo algo mejor; pero sabemos que volveremos a levantarnos
otra vez. Y todo esto no hace por confirmar que sin esperanza todo esfuerzo perdería
justificación y que la vulnerabilidad ante el paso del tiempo nos hacen unos
seres piadosamente nostálgicos.