Ella se vestía
mientras yo permanecía
perezoso y remolón en la cama.
Ella corría de una lado a otro de la habitación
como con alas en los pies.
Yo la observaba.
Dios mío, cómo la observaba.
A través de las persianas semicerradas
penetraban mil espadas de sol.
Aquella habitación era un palacio
con un preciosa princesa
de zapatos de cristal.
Mi princesa.
Después ella se acercó sonriente
y me besó.
Al oír cerrar la puerta
también yo cerré desesperado los ojos.
Al abrirlos
el palacio de oro se había transformado:
sólo era un triste cuarto,
un ruidoso cuarto vacío.
Únicamente una pizca de cacao en mis labios
daba cierto sentido a mi vida.
Dios mío, como la eché de menos.