Amanecimos en nuestro velero
como dos sueltos delfines.
La noche entera el mar nos asedió con trenzas de olas
y alaridos.
Te sentí infinitamente junto a mi costilla.
Meciéndose la barca descubría nuestra soledad,
nítida permanencia en el océano acerado.
Amurados por las aguas,
besé tu nombre con dosis de eternidad,
lo estrujé con mis dedos sólidos,
con mis arterias llanas.
¡Qué silencio en la madrugada oculta,
y después qué gritos marinos!
Estaba el agua como jungla,
como sembradío planetario.
Lindante pueblo costero
-cementerio recostado-
atestiguaba nuestros lujos y deberes…
Éramos nacientes sombras,
fuimos en la noche suelta distancia
y una cercanía limpia.
Hubo fuego azul,
una imprecisa dicha,
amor entre estrellas de otras estrellas.
Nos dejamos abandonados
a desordenados vientos del cielo secreto
que besan ardientemente las barcas.
Te abrazaba... ¡Fuiste tanto en mí!
Moríamos y resucitábamos desde la esencia,
remolineaban en el vacío fragancias primeras.
La semilla del tiempo alargaba inaugurales brotes.
Fuimos todo el instante un racimo,
un mismo caudal de ritos, concurrimos a la fe
y de ella bebimos en el cáliz nocturno.
Nació en nosotros la florida ola,
el ala silvestre de un ave atardecida,
engendramos silencios y voces.
La alborada nos halló desfragmentados.
El pequeño velero fue el refugio
y el destino:
…matriz inaugurada en el océano cósmico.
De ella salimos al muelle
que nos aguardaba con piel de madera
para envolvernos en su sentencia.